martes, 27 de agosto de 2013

Nacimos para morir. Es un hecho.

Nacimos para morir. No es sólo el título de una canción de la Frankestein del Indie, como la llaman, ni tampoco un eslogan comercial con el que identificar a miles, qué digo miles, millones de jóvenes románticos al estilo John Keats que buscan rozar la muerte para sentirse vivos, no. Decir "Nacimos para morir" es decir una gran verdad; pensarlo, una dulce locura enjugada en veneno, en el morbo de sentir qué es la muerte e intentar saborear qué ánimo tendremos cuando llegue ese momento. Susurrar "nacimos para morir" es repetir en voz baja lo que nuestra mente lleva dándo vueltas horas, e incluso días, pero que vocalizamos con poco aliento para a ver si así cobra efecto distinto, como cuando al rezar lo hacemos con susurros por si acaso Dios no nos oye y no puede hacernos realidad las peglarias.

Pero otra cosa distinta es analizarlo. "Nacimos para morir" eso es un hecho, un hecho indescriptible, pésimo y a la vez atractivo. Todo en esta vida, absolutamente todo tiene fecha de caducidad. Aprendí de una serie, que si la vida tiene algún valor, ese se lo da la muerte. Si nada en este mundo no tuviera fecha de caducidad no se aprovecharía. ¿Dónde quedarían las típicas notas de "Antes de morir quiero ir a Venecia"? Si no hubiese muerte nadie iría a Venecia, ni nadie le construiría a su hijo la típica casa de madera en el jardín; siempre diría: "mañana lo hago" y nunca lo haría, el mañana se transforma en la sucesión infinita del nunca; en una hilera de pensamientos muy precipitados pero sin carga de decisión.

La muerte nos hace valer lo que valemos, en parte, y hace valer nuestra vida también. Sin muerte la vida sería una eterna sucesión de cosas y quizá nunca se sucedieran porque no habría tope límite para proponerse nada; no existiría la promesa y todavía con menos razón se pondría en práctica aquella operación bikini que desde hace cinco años llevamos anunciando el día Nochevieja.

El nacer no sería el nacer sin el morir y las grandes cosas de la vida tampoco serían grandes; no habría grados entre lo que es bueno o lo que gusta y lo perfecto (que quizá no exista en la Tierra). Así que escoge tus últimas palabras, esta es la última oportunidad porque NACIMOS PARA MORIR. 

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